Resumen

Colombia cuenta con zonas de altísima relevancia ambiental por su megabiodiversidad. Precisamente en estos territorios se ha librado, casi que a cabalidad, el conflicto armado, sufriendo impactos devastadores en todo ámbito. Esto ha traído problemáticas conexas que representan grandes desafíos frente a la construcción de paz territorial y de un posconflicto sostenible, siendo necesario encararlas para la democratización de los derechos inherentes del conglomerado social cercano al conflicto y en efecto, a un efectivo desarrollo endógeno-local basados en el principio de no regresión y justicia ecológica.

I. Introducción

El conflicto armado colombiano sentó sus bases en diferencias socio-políticas, ideológicas y económicas suscitadas entre comunidades en zonas excluidas del país con escasa o ninguna presencia del Estado, y donde además la disputa por la tierra y el control de los recursos naturales detonaron o agravaron dichas situaciones, ampliando la brecha de desigualdad y agudizando los problemas de gobernanza (Guáqueta, 2002).

Se han adelantado esfuerzos de paz importantes para Colombia y la comunidad internacional, como el Proceso de Justicia y Paz y el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto con el que el Gobierno logró “desarticular” algunos de los agentes más generadores de violencia. Sin embargo, algunos se reorganizaron y persisten bandas criminales que han mantenido la guerra en los territorios, dando continuidad al conflicto ambiental por deforestación, minería y cultivos ilícitos para mantener el negocio del narcotráfico, lo que ha impedido una superación real y efectiva del conflicto.

Colombia, uno de los países con mayor biodiversidad del planeta, ha librado el conflicto en zonas de altísima relevancia ambiental, ricas en fauna, flora y minerales, apetecidos por grupos legales e ilegales. Por ello, en los últimos años se han presentado graves afectaciones al ambiente, degradando estos territorios y consecuencialmente las condiciones de vida de sus habitantes, truncando así el camino hacia la sostenibilidad y la paz de las regiones.

Lo anterior supone la necesidad de declarar el ambiente como sujeto de derechos, según un estado de cosas inconstitucional, dada la afectación sistemática y reiterada de derechos constitucionales a los que se han enfrentado en estas zonas, propendiendo por una efectiva justicia ecológica, la no regresión ambiental y el cumplimiento efectivo de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS en adelante).

Planteamiento del problema

El conflicto armado colombiano posee características especiales que lo diferencian de cualquier otro, pues si bien en África y Asia también se ha presentado en algunas zonas rurales, Colombia es el segundo país megadiverso del mundo (Celín, 2007), de allí su altísima relevancia ambiental y la necesidad de entender que los impactos causados son de gran envergadura y suponen un riesgo para el desarrollo endógeno-local sostenible, toda vez que se presenta una transgresión sistemática y prolongada en el tiempo respecto de los derechos fundamentales y ambientales asociados a sujetos de especial protección, sujetos de derechos e impactos negativo sobre derechos civiles, económicos y culturales. Lo anterior, constituye entonces, una violación al principio de no regresión y la ausencia de justicia ecológica para alcanzar la paz, dejando manifiesto la necesidad de un estado de cosas inconstitucional.

Tales condiciones representan importantes desafíos en la reestructuración del ordenamiento jurídico y la línea jurisprudencial constitucional, máxime si se destaca la norma fundamental como “Constitución Verde”, y que si bien se han proferido importantes fallos tendientes a la protección del ambiente, aún presenta retos en torno a la unificación de criterios, distinción de justicia ambiental sobre la justicia ecológica y un reconocimiento cabal sobre sujetos de derecho al ambiente, y no en sentidos particulares, postura que la Corte Constitucional ha adoptado a partir de diversos fallos.

Luego entonces, resulta indispensable impulsar políticas públicas y de Estado con diversos enfoques, entendiendo cabalmente la mejor visión de desarrollo de las comunidades y territorios cercanos al conflicto, así como contemplar aspectos propicios para el desarrollo integral del país, teniendo en cuenta además las recomendaciones de la ONU en materia de desarrollo rural, sostenibilidad, ordenamiento territorial y fortalecimiento económico, ajustándose a la realidad social y ambiental en la que se desarrolla el posconflicto en Colombia.

Metodología

El presente artículo desarrolla un análisis de los desafíos ambientales para el cumplimiento de los ODS a partir del reconocimiento del ambiente como sujeto de derechos y de especial protección, así también, como víctima del conflicto armado, el cual requiere de una reparación y preservación efectiva, máxime del establecimiento de rutas para la gobernanza, que atiendan a principios constitucionales, justicia ecológica y de no regresión ambiental por configurarse una vulneración sistemática de derechos asociados que ameritan la declaratoria de un estado de cosas inconstitucional. En ese orden, se aplicará una investigación socio-jurídica de tipo descriptivo mixto, con un estudio teórico-normativo.

II. Ambiente y Conflicto: Teoría y Paradoja Sociojurídica

Del principio de la no regresión y la progresividad ambiental

Bien ha señalado Michael Prieur (2012) a lo largo de sus investigaciones en derecho ambiental que es indispensable dar un vuelco al modelo de sociedad, claramente insostenible, que se ha desarrollado durante años, para orientar un camino de progreso con dirección a un sistema viable; es decir, no retroceder en lo que supone efectivos cambios para el mejoramiento de las condiciones de vida y del ambiente, que es preciso reconocer como sujeto de derechos, pues en efecto lo es, pese a que aún el ego jurídico y la falta de voluntad política no lo asuman.

Esto es lo que se ha expuesto como principio de la no regresión, que supone el deber de conservar y proteger el ambiente a partir del principio de progresividad, en el que las reglas jurídicas entran y permanecen bajo un estado de irreversibilidad. Lo anterior, por cuanto a falta de calidad ambiental, por razones económicas, políticas y jurídicas, se constituye un riesgo a la esencia intangible de todos los derechos, pues sencillamente, sin derecho ambiental que contenga un espectro normativo sólido y protector de su esencia, sin duda alguna no se garantizará la supervivencia misma. En otras palabras, del pilar intangible ambiental, devienen todos los derechos; sin ambiente, no existe vida, el derecho y lo que de allí se desprende (Prieur, 2019).

Colombia cuenta con un extenso marco normativo en materia ambiental y con una Constitución Política que establecen un sistema de protección de derechos ambientales de amplia envergadura; no en vano la Carta Magna es reconocida a nivel mundial como “verde”. No obstante, se ha evidenciado cómo históricamente las políticas de Estado, los Planes de Desarrollo y de Ordenamiento Territorial han presentado graves falencias, priorizando un modelo hegemónico de desarrollo económico, que resulta anticuado para la era digital y de búsqueda constante de Estado ambiental de derecho, además, desfasado ante la necesidad de adopción de políticas que reconozcan efectivamente la relevancia ambiental del país.

Del mismo modo, la jurisprudencia emanada de la Corte Constitucional ha nublado dicho marco normativo, toda vez que aún se cohíbe de determinar al ambiente como sujeto de derechos per se y no concretamente en algunos casos, evidenciado así una falta de voluntad jurídica para amparar un amplio espectro de derechos que ésta misma corporación ha reconocido con antelación.

Lo anterior, puede aproximarse a un estado de regresión e injusticia ecológica, debiendo declarar en su lugar un estado de cosas inconstitucionales, donde se priorice el ambiente para la efectiva protección a falta de voluntad política, tal como lo ha hecho en materia carcelaria, de desplazamiento forzado, entre otros casos; teniendo en cuenta los grandes impactos que ha dejado el conflicto armado como promotor del conflicto ambiental, al vulnerar sistemáticamente derechos constitucionales y una legislación inefectiva, como lo sugiere la Sentencia T-025 de (2004) 4.

Esta problemática se remonta unos 60 a 70 años, quizás más, cuando surgieron grandes inestabilidades políticas por ideología, así como vacíos normativos de una constitución ortodoxa y una legislación ultraconservadora, trayendo consigo estallidos de violencia que fueron adentrándose y recrudeciéndose en las zonas rurales. Un ejemplo claro se encuentra en la aparición de grupos armados en las áreas periféricas y rurales a partir de la exclusión y la ausencia estatal, como aconteció el nacimiento de las FARC-EP.

Es preciso entender que la relación compleja entre el ambiente, los detonantes de la guerra en Colombia, propiamente del conflicto armado -que aún no cesa-, y el derecho constitucional ambiental giran en torno a un actor fundamental: la tierra. La misma que en Colombia es de altísima relevancia ambiental y en las zonas rurales, que constituyen gran parte del territorio5, contienen un sin número de endemismos y biomas, así como un ecosistema megabiodiverso que la posicionan entre los más ricos en fauna y flora del planeta.

Justicia ecológica y no regresión

De la efectiva aplicación del principio de no regresión se tiene el paso de la concepción de la justicia ambiental a la justicia ecológica. La primera, entendida como el conjunto de derechos humanos reconocidos de acuerdo al grado de afectación de las personas en su relación con el medio, es decir, en función de los servicios prestados del medio a los humanos, mientras que la segunda se enfoca en la naturaleza como un sujeto especial que compone un todo, por lo que busca asegurar la sobrevida, integridad y la restauración efectiva de los ecosistemas dañados por el hombre (Gudynas, 2011).

En el proceso de paz, en fase de implementación, los acuerdos alcanzados entre el Gobierno y las FARC-EP incluyen diversos temas como soluciones a la explotación ilegal de los recursos naturales y la disposición de suelos con fines ilícitos, por lo que es menester señalar que diferentes organismos internacionales, entre ellos la ONU, han dispuesto recomendaciones para la erradicación de cultivos ilícitos en respuesta a la lucha contra el narcotráfico, la reducción de la desigualdad, la promoción de la agricultura sostenible, el crecimiento económico sostenible, el trabajo para todos, así como la protección del ambiente frente a la deforestación, y cambio climático, procurando sociedades más justas, pacíficas, inclusivas y sostenibles.

No obstante, al tiempo se tiene que menos de un 25% de lo acordado en el proceso de paz se ha cumplido, así mismo menos del 3% de predios despojados han sido restituidos, y en su lugar son aprovechados por grandes terratenientes y políticos, todo en 90% de territorios megadiversos cercanos al conflicto, poniendo de presente, que al 2019 se presentó un proyecto de Ley para acabar con los procesos de restitución de tierras, creando inseguridad jurídica, ambiental y revictimizando a los sujetos vulnerados por el conflicto, incluyendo el ambiente (Comisión Colombiana de Juristas, 2020).

Los conflictos ambientales a nivel global se mantienen dentro de los marcos político, económico y social del Estado; en el caso concreto de Colombia, en los 125 municipios del país, caracterizados con altísima relevancia ambiental e impactados por el conflicto, se deben implementar procesos especiales de ordenamiento territorial de conformidad a sus características específicas; el fortalecimiento integral de las autoridades ambientales de forma que puedan responder frente a los retos de la construcción de paz sostenible, así como garantizar el uso responsable de los recursos asignados a las entidades del Sistema Nacional Ambiental (ONU, 2014).

En este sentido, a nivel central es imperativo el fortalecimiento del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, así como institutos de investigación, el sistema de parques nacionales; a nivel regional, las corporaciones autónomas regionales y de desarrollo sostenible; a nivel local atender las Secretarías de Planeación y de Ambiente de gobernaciones y alcaldías, corregimientos, juntas de acción comunal, entre otras; y finalmente promover modelos de desarrollo local basados en emprendimiento verde que también se centren en el uso sostenible del capital natural de la nación.

La efectividad6 en tales medidas requiere de la intervención del conglomerado y sus organizaciones, atendiendo a estrategias de planeación participativa que apunten a la resolución pacífica de conflictos desde un enfoque social de desarrollo, partiendo del sistema de participación ciudadana donde las propias comunidades toman decisiones sobre las acciones a implementar de acuerdo a sus realidades socio-políticas y económicas, en aras de alcanzar un estado que impida regresar a las problemáticas del pasado, dada la necesidad de avanzar en el desarrollo sostenible, toda vez que se cuenta con un sin número de políticas internacionales y regulaciones internas.

El escenario descrito anteriormente deja a Colombia de cara a la necesidad de replantear las relaciones de poder que permitan reorganizar el rumbo del país con mayores índices de autonomía en las regiones, a través de una Ley de Ordenamiento Territorial Sostenible, que rompa los esquemas tradicionales y permita enfrentar los desafíos que implica orientar el país y sus regiones hacia el desarrollo sostenible y a la construcción de un proyecto conjunto, democrático y participativo de sociedad, pero sobre todo, basado en la Justicia Ecológica y la aplicación del principio de no regresión.

La paradoja ambiental

Hechos y expresiones contrarias a la lógica; así define la RAE la paradoja. Parte de un supuesto sobre el que existe una problemática asociada a algo que debería ser, dado el orden natural de las cosas, similar a lo abordado por Kant sobre el iusnaturalismo y el uso de la razón (Kant, 1883). Así se encuentra una relación de causalidad con el conflicto armado y los impactos ambientales que se han desatado a lo largo de los años de confrontamiento bélico.

Las bases de los conflictos armados se sientan sobre perspectivas políticas que devienen consecuencialmente sobre factores de interés general, con diversas concepciones de desarrollo en sus diferentes enfoques: social, económico y territorial. Luego entonces, es menester tener en cuenta que en Colombia el conflicto se ha asociado particularmente a la exclusión política y la explotación de recursos -muy ricos a lo largo y ancho del territorio-, y con un detonante especial: la desigualdad en el uso y tenencia de la tierra7 (Le Grand, 1988)..

En Colombia la distribución inequitativa de la tierra ha sido una constante en aumento desde 1984, de allí que un informe realizado por Oxfam muestra que el 1% de la producción agrícola a gran escala (agroindustrias) ocupa el 81% de la tierra, mientras el 99%, en su mayoría campesinos y agricultores, sólo son propietarios del 19% de las tierras y las explotan con fines de sostenimiento y autoabastecimiento mediante técnicas artesanales que contribuyen a su preservación. (Oxfam Internacional, 2017).

Lo anterior, ligado a la pobreza extrema y la precariedad en las condiciones de la población rural, han sido un caldo de cultivo para el conflicto armado que ha trascendido a lo ambiental, toda vez que los campesinos se han visto forzados a entregar o trabajar sus parcelas para grupos armados o grandes industrias que se valen de medidas judiciales para despojarlos de sus predios, como ha ocurrido en algunos páramos sobre la cordillera de los andes, tal y como se evidencia en el documental “Sumercé” (Solano, 2020), o en las zonas circundantes a los Montes de María y la Sierra Nevada de Santa Marta, como consta en los expedientes que a diario llegan a los tribunales civiles, administrativos, e incluso, a la Corte Constitucional.

En el primer caso, los campesinos deben entregar por la fuerza sus tierras o modificar sus cultivos con otras especies vegetales que sirven de insumo para la elaboración de ilícitos, y en el segundo, las técnicas de producción a gran escala empleadas por los industriales resultan altamente contaminantes, revictimizando tanto a los lugareños como al ambiente.

De lo anterior, resulta imperativo la aplicación del principio de la no regresión ambiental y de un derecho ambiente sano, pero resulta así una paradoja ambiental de cara al conflicto armado, que obstaculiza seriamente la construcción de paz territorial, la materialización de los derechos reconocidos al ambiente como sujeto de especial protección, y por consiguiente, el camino al logro de los ODS.

De lo anterior, la importancia de una normatividad interna que atienda las recomendaciones de convenciones internacionales en torno a la protección y preservación del ambiente, de los grupos sociales que históricamente han vivido el conflicto y las actividades económicas en estos territorios. De allí que a falta de regulaciones eficientes para la gestión integral de recursos sociales, políticos y económicos se incrementan las disputas (Chesnot, 1992), produciendo nuevos conflictos de mayor complejidad y dificultad para la paz.

Complejidad de la paradoja

Al enfocarse en los territorios que han estado inmersos y han sido fuertemente impactados por el conflicto se tiene que entre el 90% y 100% de estos son de altísima relevancia ambiental, determinada mediante los siguientes aspectos:

(i) la Reforma Rural Integral que expone el Acuerdo de Paz8, firmado entre el Gobierno Nacional y las FARC-EP, vincula el cumplimiento efectivo de los ODS9, así como un espectro de protección y recuperación ambiental de escenarios devastados por el conflicto. Si bien algunas zonas rurales se encontraban intactas debido a la presencia de grupos armados que impedían la habitación y uso de esos territorios, con la desmovilización han empezado a deforestar y explotar estas áreas poniéndolas en riesgo (Foco Económico. Latinoamericano de economía y política, 2019).

(ii) Por otro lado están las actividades sociales y productivas que se deben adelantar a partir de la implementación de políticas de sostenibilidad, o mediante la aplicación de un enfoque de desarrollo. Estas podrían dar respuesta al efectivo cumplimiento de los ODS, en el sentido de entender:

El desarrollo endógeno como aquel pensado por las comunidades en su sentir social, intrínseco e inherente. Constituye la visión de progreso y crecimiento deseado desde su cosmovisión. El desarrollo local, donde el territorio es el factor determinante del crecimiento como ámbito de espacialidad que impulsa el desarrollo del conglomerado. Atiende a las realidades del entorno y el contexto en su naturaleza ambiental, económica y cultural. El desarrollo sostenible, como mecanismo integrador de los factores que inciden en el crecimiento humano, social y económico, en aras de mejorar la calidad y las condiciones de vida, creando un mejor entorno para las futuras generaciones. Aquí se alcanza la convergencia de desarrollo endógeno-local sostenible, en el cual la máxima es el desarrollo integral que trasciende a un Estado socio-ambiental de derecho.

Sin embargo, a pesar del amplio marco normativo y operativo, que se supone propende por por la protección, preservación y desarrollo de estos territorios, siguen latentes múltiples desafíos de voluntad política y jurídica.

De lo anterior, se tiene que es necesario una reformulación del concepto de territorio, trascendiendo de su interpretación como meros espacios geográficos hacia una concepción de espacialidad, donde las expresiones propias de la cultura regional, el poder político y los recursos económicos, comprenden un sistema complejo donde el desarrollo territorial se compone de la gerencia participativa de lo público, garantizando los fines esenciales del Estado y los principios emanados de la Carta Política del 91.

Paradoja constitucional: ambiente, normatividad y conflicto

Bajo la Constitución de 1886 el interés por relacionar jurídicamente el ambiente en los instrumentos de planeación y desarrollo en los niveles nacional y local eran escasos; resultaba impensable que este fuera declarado sujeto de derechos o tuviera mayor prevalencia frente a otros derechos ante un eventual ejercicio de ponderación.

No obstante, con los cambios en la política exterior, que desde los 70’s se interesa en mayor medida por el ambiente, y en respuesta a la Convención de Estocolmo de 1972, ratificada por Colombia, se expide la Ley 23 de 1973, que estableció un espectro de protección ambiental, y el Decreto 2811 de 1974, por el cual se dicta el Código Nacional de Recursos Naturales Renovables, haciendo énfasis en la obligación de la preservación del ambiente como patrimonio común para el Estado y la nación.

Sin embargo, el Gobierno Nacional mostró poco interés por impulsar políticas ambientales, pues tenía “problemas más grandes que atender”, como la lucha armada, la delincuencia organizada y el narcotráfico, que empezaban a tomar mayor fuerza.

Con la Asamblea Nacional Constituyente se profirió la Constitución Política de 1991, una carta de avanzada para la época, que recogió en su Preámbulo y en 13 títulos, 380 artículos y 67 transitorios, un marco normativo innovador en materia de protección de derechos fundamentales, culturales y principalmente ambientales, no en vano marcó un hito a nivel latinoamericano en defensa de los recursos naturales, la fauna y flora y por el que se le otorgó el título de “Constitución Verde”.

Como marco regulatorio y reglamentario se profiere la Ley 99 de 1993, que crea Ministerio del Medio Ambiente, reordena el Sector Público encargado de la gestión y conservación del ambiente y los recursos naturales renovables, organiza el Sistema Nacional Ambiental (SINA), y dicta otras disposiciones para contrarrestar la degradación ambiental que se presentaba acelerada y descontroladamente, en aras de priorizar la aplicabilidad del Código de Recursos Naturales.

La Carta Política de 1991 establece una plataforma de protección con herramientas jurídicas más ágiles frente a la de 1886. A través de mecanismos de protección constitucional, como la Acción de Tutela y la Acción Popular, enunciados en los artículos 86 y 88, respectivamente, se otorga al conglomerado social el deber y la facultad de preservar el ambiente, y de exigir el respeto por los derechos individuales y colectivos en caso de su vulneración, de acuerdo a diversas disposiciones supranacionales. Desde entonces Colombia se ha ceñido a una gran variedad de tratados internacionales en materia ambiental para adoptar medidas de preservación.

Con la Convención de Río de 1992 los estados participantes se comprometieron a priorizar el desarrollo sostenible, la preservación del ambiente y el derecho a la vida saludable (ONU, 1992) 10, consolidando un nuevo modelo de desarrollo, acorde a las realidades socio-ambientales del planeta, de donde surgirían los Objetivos del Milenio y los ODS, posteriormente, como mecanismos operativos para alcanzar la sostenibilidad.

En igual forma, se tiene que el Protocolo de Kyoto 1997, más de 15 tratados bilaterales, y 70 tratados multilaterales, aunado a los subsidiarios en lo relativo al cambio climático, han sido suscritos y ratificados por nuestro país, como es posible evidenciar en la Biblioteca Virtual de Tratados de la Cancillería Colombiana; ello señala la imperativa obligación de adoptar medidas para mitigar los impactos ambientales conforme a las responsabilidad a las que el país se ha adherido (Cancillería de Colombia, s/f).

Así mismo la ONU ha adelantado diversos esfuerzos para mitigar cualquier tipo de acción humana que atente contra el ambiente, incluyendo los conflictos armados, por eso declaró el 6 de noviembre de 2002 como el Día Internacional de la Prevención de la Explotación del Medio Ambiente en los Conflictos Armados; a partir del cual se adoptan medidas para mitigar las afectaciones e impactos, y la preservación y conservación.

Ahora bien, en el ámbito constitucional debe tenerse en cuenta que la historia del Estado Colombiano se ha desarrollado en un escenario contradictorio, enfrentando los principios de unidad nacional y de autonomía, debido a la variación periódica de las disposiciones fundamentales en cuanto a la organización política y territorial del Estado, según los enfoques centralizado y el federalista, respectivamente.

La carta de 1991 pudo haber sido la mejor oportunidad para encontrar el equilibrio entre el Estado unitario y la autonomía regional (Gómez, 2005), sin embargo, desde su promulgación, tanto el Legislativo, como el Ejecutivo y la Corte Constitucional, relegaron a los entes territoriales a simples extensiones del poder central y esta situación agudizó el problema de distribución de recursos en las regiones, aumentando la corrupción, y agudizando problemáticas de violencia territorial y desigualdad, truncando el camino de las regiones hacia los objetivos de desarrollo (Soto, 2003).

Lo anterior, ligado a los Planes de Ordenamiento Territorial, de conformidad a la Ley 1454 de 201111; y los Planes de Ordenamiento Minero, acordes a la Ley 685 de 200112, que facultan a los entes territoriales para la aplicación de fórmulas y mecanismos para la ejecución de instrumentos de planeación conexos a los desafíos ambientales y a la construcción de paz en el marco del posconflicto, preservando y protegiendo la megadiversidad colombiana.

Sin embargo, ello se escapa a la realidad en el sentido de la creación de corporaciones autónomas regionales con graves episodios de corrupción y favorecimiento a industriales para la explotación y degradación desmesurada de los recursos naturales, como se evidencia en la Sentencia T-596 de 2017, donde la Corte Constitucional, en conocimiento de una afectación sistemática a la Ciénaga Grande de Santa Marta, desconoció su línea jurisprudencial de protección ambiental, contenida en la Sentencia T-622 de 2016, al no reconocer derechos fundamentales directamente relacionados al ambiente y declaró improcedente la acción de tutela con un fallo carente de facticidad sobre la forma y contrario per se, tanto a los derechos fundamentales como a los intereses colectivos.

En igual modo es preocupante la complicidad con la cual las autoridades del poder central y local favorecen el desarrollo económico extractivo en zonas de especial protección, en reservas forestales e inclusive transgreden las fronteras de los territorios étnicos, a lo que sí hizo frente la Corte, mediante Sentencias como la C-035 de 2016, cuando el Gobierno Nacional y Local adelantaban esfuerzos para atraer inversión extranjera e insertar el país en el mercado global (Molina D. , 2016), otorgando licencias ambientales en páramos a compañías mineras multinacionales, destructivas en grandes proporciones y con bajas o nulas posibilidades de recuperación ecosistémica13.

Bajo un enfoque de justicia ambiental, la Sentencia T-622 de 2016 reconoce el Río Atrato como sujeto de derechos tras su degradación por la explotación minera legal e ilegal, y que afectaba a las comunidades ribereñas. Caso similar ocurrió con los ríos Pance, Cauca y Magdalena, declarados en 2019 como sujetos de derechos mediante acciones de tutela, en aplicación a la jurisprudencia vigente, lo que muestra un interés en adoptar medidas de protección, pero también, deja en evidencia una falta de unificación jurisprudencial sobre los criterios de las salas de selección de la Corporación y abre un espectro de inseguridad jurídica, configurando entonces:

(i) La necesidad de declarar como sujetos de derecho al ambiente en su universalidad y no sobre meros espacios, pues en lo fáctico, constituye un todo, del cual el ser humano es solo una parte y por tanto, es menester la aplicación de los principios de no regresión y de justicia ecológica.

(ii) La necesidad de declarar un estado de cosas inconstitucionales dada la gran degradación ambiental del territorio nacional, tanto por acciones y omisiones imputables al Estado, como a las prácticas desarrolladas en el marco del conflicto armado que detonaron la crisis ambiental, teniendo como datos que:

Entre 1990 y 2000, el 59% de la deforestación y el 87% de los cultivos ilícitos se presentaban en zonas de conflicto; y en estas mismas áreas las voladuras de oleoductos produjeron el derramamiento de 4.1 millones de barriles de petróleo en los últimos 35 años; el 60% de los afluentes hídricos son afectados con aproximadamente 75 toneladas de mercurio arrojadas a ríos y quebradas por minería ilegal cada año, y cada 2 años se registran 90.000 hectáreas de cultivos ilícitos (El Tiempo, 2019).

Más grave aún, las fumigaciones con glifosato, quemas y otras medidas para combatir el crimen organizado, así como el proceso de desminado mecánico, han deforestado cientos de miles de hectáreas, un 70% en la amazonía y en un 85% zonas de conflicto, donde entre el 95% y el 100% son mega biodiversas (Mongabay, 2019). Con la salida de las FARC-EP de la mayoría de estos territorios, casi todos de reserva forestal (El tiempo, 2019), se aumentaron considerablemente estas prácticas debido a que por la falta de recursos y amenazas, los moradores que vivieron el conflicto o que retornaron a sus territorios, se vieron obligados a seguir con los cultivos ilícitos.

Así las cosas, existe un desafío frente a la distribución de la tierra, el uso y explotación de recursos en Colombia, la protección del ambiente como sujeto de derechos y las comunidades que viven en armonía natural en los territorios.

Si bien mecanismos como la consulta previa y las acciones constitucionales siguen siendo aplicables para la protección y preservación del ambiente, atendiendo a la planeación participativa desde el oportuno monitoreo y control en zonas de posconflicto ricas en recursos naturales14, es preciso resaltar que sigue siendo necesario declarar cabalmente el ambiente como sujeto de derechos y no particularmente, así como reforzar el control y vigilancia sobre los entes territoriales y corporaciones, como actores determinantes sobre el uso de tales recursos.

III. Desafíos para el reconocimiento del ambiente como sujeto derecho en el marco del conflicto

Neoconstitucionalismo ambiental: deconstrucción para la reconstrucción sostenible

Es necesario modificar el imaginario de ambiente para replantear la relación con el ecosistema y poder aplicar efectivamente los principios constitucionales, toda vez que desde una concepción tripartita de la naturaleza: como sujeto de especial protección, como categoría universal y como sujeto de derecho a la restauración, es posible trazar la hoja de ruta para la reparación del ambiente como víctima del conflicto armado y lograr el efectivo cumplimiento de los ODS (O’Neill, 1993).

Esto lleva además a la imperativa necesidad de entender el avance del derecho constitucional y ambiental, a partir del cual se requiere avanzar a un estado socio-ambiental de derecho, con instituciones sólidas y cercanas a los territorios y las comunidades que han vivido el conflicto.

Existen evidencias de que estas consecuencias ambientales y sociales negativas han formado en realidad una nueva fuente de conflicto entre actores con diferentes intereses, como las empresas multinacionales, pequeñas minas tradicionales e informales, minas ilegales, instituciones gubernamentales, comunidades locales, organizaciones no gubernamentales y otros actores de la sociedad civil. De hecho, el propio Gobierno colombiano reconoce esto en el Plan Nacional de Desarrollo 2014-2018.

La diversidad natural y cultural de la nación, forman parte del patrimonio fundamental para la construcción de paz y del país para el fin del conflicto. Por ello se debe reconocer el medio como socio-ecosistema, usado y transformado de forma sostenible por colectividades concretas, donde se precisa orientar el posconflicto bajo criterios de reparación ambiental y social, mediante emprendimiento y recuperación de las zonas impactadas por el conflicto armado y ambiental (Lowe, 2016).

Según la manera en la que se ha llevado el conflicto se ha pretendido llevar el posconflicto y se ha hecho frente a las zonas donde persisten daños ambientales ligados a la lucha armada, los desafíos que se imponen requieren de estrategias de planeación participativa y comunicación política, con miras a un enfoque de desarrollo endógeno-local, para crear una relación de los factores ambientales existentes. No se habla de seguridad ambiental como se habla de “seguridad democrática” o económica. El ambiente no ha entrado en la agenda de alta política nacional a pesar de ser un asunto muy sensible para el Estado colombiano en todo su alcance15 (Lavaux, 2004)

Es entonces que debe evaluarse el enfoque de desarrollo endógeno-local a aplicar en el posconflicto, pues los territorios megadiversos deben preservarse. Así se determina la paradoja que rodea las relaciones entre el conflicto armado y el ambiente en Colombia (Semana, 2015), y que representan desafíos para el posacuerdo desde una visión de Desarrollo Sostenible del Gobierno Nacional sin una evaluación exhaustiva de los ODS en sus disposiciones ambientales.

Solución a la paradoja ambiental

Colombia alberga una variedad biológica del 10% en tan sólo el 0.7% de la superficie terrestre, por lo que según el factor territorial es el país más biodiverso del planeta (Romero, 2008). La gran variedad de ecosistemas y biomas existentes contienen una cantidad importante de endemismos y concentración de especies naturales, sólo superada por Brasil, con un territorio siete veces mayor (Molina C., 2011). Lo anterior, implica además que 52% del territorio nacional ha sido declarado zona de reserva forestal.

No obstante, dado el grado de degradación, donde existen más de 7 millones de hectáreas impactadas directamente por el conflicto, y más de 20 millones indirectamente, cifras que a diario continuan aumentando; es preciso que el ordenamiento jurídico propenda por un reconocimiento del ambiente como sujeto de derechos, en un ámbito sustancial, atendiendo efectivamente la no regresión ambiental.

El conflicto armado prevalente tiene como escenarios principales las áreas rurales, compuestas por zonas selváticas, boscosas y montañosas; donde se concentra toda esa megabiodiversidad, que ha sido degradada significativamente, lo que desencadena serias afectaciones a la riqueza ambiental y social que posee el territorio nacional. Esto implica un conflicto ambiental producto de la guerra interna, que vulnera prolongadamente derechos constitucionales, sentando así el criterio para establecer un estado de cosas inconstitucional.

De los daños que se producen al ambiente la gran mayoría resultan irreversibles y de inmensurable dificultad para subsanar, debido a que la recuperación resulta demasiado lenta frente a las necesidades que requiere el hombre y el medio (fauna y flora), como ocurre con la recuperación de tierras dedicadas a cultivos ilícitos o minería ilegal, que se encuentran en zonas montañosas, paramunas o selváticas del país, de difícil acceso para la población civil, pero donde existe todo un ecosistema frágil y megadiverso (Carrillo, 2014).

Para hacer útil el terreno para la producción de cultivos ilícitos, bosques y selvas son quemados, pero debido a la pérdida de fertilidad y necesidad de evadir a las autoridades los terrenos son abandonados después de dos o tres siembras y se repite el mismo ciclo en otro lugar, dejando un grave daño en un espacio natural que tarda más de 50 años para su recuperación (Rodríguez, 2003). Esta práctica ha acelerado la deforestación, destruyendo recursos madereros, hídricos y edáficos que podrían usarse de manera responsable.

Se necesita mayor comprensión frente a esta problemática, pues tanto el Gobierno Nacional como los gobiernos extranjeros, y multinacionales, deben entender que Colombia ha padecido una violencia extrema y singular que tiene mucha relación con el narcotráfico (Acevedo, 2008), lo que se traduce en uno de los pilares de la problemática ambiental en el marco del conflicto armado en Colombia, convergiendo, por un lado, los enfrentamientos entre grupos armados en zonas rurales y urbanas por el control del “negocio” y, por otro, el conflicto ambiental (Sotelo, 2016).

No queda duda de que los conflictos ambientales se manifiestan como políticos, sociales, económicos, culturales, étnicos, religiosos y territoriales, con un factor de por medio relacionado a los recursos naturales de interés nacional, pero también de grupos ilegales, que causan una sobreutilización o mala administración de los recursos, contaminación o empobrecimiento del espacio vital (2004), generando pobreza y carencia de los servicios básicos (ONU, 2014).

En el marco del conflicto armado colombiano se evidencian impactos ambientales en cerca de siete millones de hectáreas, las cuales han sido explotadas abrasivamente para minería ilegal, causando daños irreparables; la alteración y deforestación del medio botánico natural para la producción de cultivos ilícitos, y que para su erradicación el Gobierno Nacional ha quemado o fumigado con glifosato, generando graves deterioros a la fauna y flora (Sentencia 2006-00435, 2006).

El conflicto ambiental ha afectado sistemáticamente la población rural desde los cultivos ilícitos y la deforestación. Se calcula que para sembrar una hectárea de amapola se deforestan dos y media de bosque andino y cuatro de selva (Osorio, 2003). Por lo tanto podría establecerse que durante 20 años alrededor de seis millones de hectáreas han sido deforestadas. Estos son territorios que no volverán a ser usados para la agricultura o actividades productivas rurales en muchos años, dado el impacto del cultivo de coca y amapola sobre suelos no aptos para tal fin.

A su vez la defaunación se torna crítica, siendo causada por el tráfico de especies exóticas, la desaparición o disminución de especies vegetales para su alimentación y vitales para la reproducción de la flora (El tiempo, 2004). Lo anterior hace necesaria la intervención del Estado para la recuperación y preservación del ambiente, pues de ello depende la subsistencia del ecosistema y la población, requiriendo un enfoque alterno de desarrollo con instrumentos de planeación para la efectiva aplicación de los ODS.

El estudio “Consideraciones Ambientales para la Construcción de una Paz Territorial, Estable, Duradera y Sostenible”16 (2014) determina las zonas de altísima relevancia ambiental donde la implementación de una eventual Reforma Rural Integral, planteada en el “Acuerdo de Paz”, muestra falencias en el uso de zonas de reserva forestal previsto en la legislación colombiana17.

Se configura entonces la necesidad de actividades productivas con un enfoque alternativo de desarrollo local y endógeno, fortaleciendo el campo y la recuperación de actividades sostenibles, el uso del suelo y la materia prima disponible desde un proyecto de planeación participativa para la aplicación efectiva de los ODS en los territorios megadiversos.

Ello va de la mano de la democratización de la tierra para dar cumplimiento a los ODS respecto al desarrollo social, económico y sostenible, pues debe tenerse en cuenta que la historia nacional ha evidenciado una débil institucionalidad, ligada al despojo de tierras, la repartición inequitativa y el poder territorial de grupos ilegales (Albán, 2011).

Ambiente: sujeto de derechos para el posconflicto sostenible

El fin del conflicto entre las FARC-EP y el Estado ha propiciado el acceso a zonas naturales que antes eran destinadas a actividades subversivas para su financiación, lo que dificultaba su estudio o uso para fines académicos, científicos, exploratorios o de económica primaria. La liberación de estos territorios ha permitido adelantar incursiones científicas y actividades productivas sostenibles como el ecoturismo, producción pecuaria y la agricultura en terrenos inexplorados o vírgenes, de la cual han hecho parte incluso excombatientes.

Así, se presenta una oportunidad para establecer un ámbito de protección ambiental, haciendo uso de POTs, ODS y enfoques de desarrollo endógeno-local sostenible, para así comprender los territorios, sus dinámicas sociales e impulsar el desarrollo de estas zonas que se han mantenido sin mayor impacto por parte del hombre (Semana Territorio, 2016).

A pesar de los avances, persisten problemáticas estructurales a nivel local de gobernanza, institucionalidad, escaso capital social y violencia, precariedad en los servicios de salud, educación, exclusión de los actores locales para la toma de decisiones, y conflictos ambientales debido a la visión tergiversada de desarrollo, dando prioridad a intereses particulares e ignorando la realidad local en lo que respecta a gobernanza, pues también con la salida de las FARC-EP han estallado otros conflictos por el control de las zonas (Universidad Nacional de Colombia, 2018).

Urge pensar el territorio como un espacio heterogéneo, con componentes ambientales y sociales y habitado por diversas comunidades, que deben ser incluidas en la construcción de un país más equitativo y próspero para evitar que se sigan presentando violaciones sistemáticas y reiteradas de derechos fundamentales como causa de los conflictos ambientales, lo que supone la necesidad de un estado de cosas inconstitucional.

A partir de ahí, se requiere impulsar la gestión institucional, para hacer frente a la legislación carente al respecto e impulsar jurídicamente la protección necesaria, brindando a su vez reparación, que no se percibe en los últimos acuerdos de paz18.

IV. CONCLUSIONES

El ambiente, relacionado directamente al conflicto armado en Colombia, es el pilar de la vida en el planeta, sin su protección efectiva es imposible pensar el desarrollo en todas sus facetas, menos el derecho. Por lo tanto, mediante este último, se debe propender por constituir un ordenamiento jurídico en aras de la no regresión ambiental en el marco del conflicto, pues al momento existe inseguridad jurídica en defensa constitucional de estas zonas.

El neoconstitucionalismo ambiental es afín a la necesidad de declarar el ambiente como sujeto de especial protección y con derecho a una efectiva reparación en un espectro de estado de cosas inconstitucional, dada la vulneración histórica a derechos fundamentales y ambientales, con ocasión del conflicto armado y ambiental, así como la reparación y no repetición para el conglomerado que habita los territorios megadiversos.

El fin último es alcanzar el desarrollo endógeno-local sostenible, donde lo fundamental se representa en la efectiva participación social, entendiendo las realidades territoriales y el ecosistema, en este caso indispensable, dada la relevancia ambiental en el conflicto y en otros casos, dada la ausencia del Estado. Con ello se consolida la paz y se materializan los principios de no regresión, no repetición y justicia ecológica.

En lo sucesivo, debe tenerse en cuenta el estudio de las acciones constitucionales sobre casos concretos que representen afectaciones colectivas, propendiendo en todo caso por impulsar, mediante estas, que se establezca una unificación jurisprudencial que reconozca el ambiente como sujeto de derechos, así como la declaratoria de estado de cosas inconstitucionales, tendiente a se adopten medidas de mayor efectividad en la protección de la “Constitución Verde”.

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