Cuadernos de Literatura del Caribe e Hispanoamérica • ISSN 1794-8290 • No. 24 • Julio-Diciembre 2016 • 139-143
Cuento
Helen Vega
DOI: http://dx.doi.org/10.15648/cl.24.2016.8
Mi madre cuidó de sus ebres y de sus insomnios. Su vida corta, su carrera
incómoda hacia no sé dónde, lo hicieron distinto. Todos los hermanos cui-
damos de él sin ninguna caricia, con pocos abrazos, pero con la más sólida
complicidad.
Fue a la escuela entre las horas de trabajo con zapatos prestados y las dis-
putas del estómago lleno de aire a las horas del almuerzo. Se bañó en todos
los aguaceros que pudo, se fumó todos los árboles de las noches tristes.
Amaba escribir su nombre con efectos de luz en los cuadernos, en las cor-
tezas de los guayabos y en las ventanas de la casa, en los suéteres de fútbol.
Lo escribía con orgullo y una absoluta conviccoón de unicidad. Ahora en
su lápida gastada por los años apenas se ve su nombre, solo, con una fecha
injusta y poco especíca.
El olvido lo ha cubierto de hojas secas y la maleza se ha comido su his-
toria; se ha tragado su sonrisa inmensa y sus brazos fuertes, sus años, lo
que fue, lo que pudo ser, y ahora nadie lo reconoce en su nicho casi irreal
y gris.
Recordé una tarde cuando él me llevó a visitar la tumba de nuestro herma-
no mayor. Casi llora al ver una crucecita de madera con el nombre mal es-
crito. Le pusimos ores amarillas que recolectamos de una tumba cercana
El nombre
* Escritora nacida en El Carmen de Bolívar, Colombia. Docente en la Institución Educativa Luis Felipe Cabrera, Fe y Alegría
Barú. Profesional en Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena. Empezó a explorar la poesía a los 10 años de edad,
en medio de cultivos, animales silvestres, lluvia y caminos de tierra. Su tesis de grado, Cuentos de vida o muerte, fue publicada
por la editorial Oveja negra en enero del 2015 y parte de su trabajo poético se puede encontrar en el blog helendelavega.
blogspot.com. Actualmente, está radicada en la isla de Barú, a dos horas de la ciudad de Cartagena. Allí se desempeña como
docente de inglés y continúa su trabajo literario. Correo electrónico:helene-k1003@hotmail.com
Recibido: 15 de marzo de 2015 * Aprobado 23 de abril de 2015
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y le hicimos una oración que él se sabía y que yo simulé saber moviendo
los labios apenas, con una tristeza que venía de algún lugar bajo el suelo.
Ahora en ese mismo terreno pequeño y recóndito está hundida la cruceci-
ta de madera empujada por la lápida con el nombre solo y la fecha poco
especíca, uno sobre el otro como un edicio de tristeza que pesa sobre
mi sangre con mil recuerdos atorados debajo del cemento, más cemento y
soledad.
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Nueve escalones al
cielo
Enrique había salido temprano aquel día a hacer algún trabajo de albañile-
ría, su gesto confuso y su caminar pesado no eran los habituales.
—¿Y qué tal si me dieran un tiro aquí?—. Señaló arriba de su ceja derecha
con el dedo índice.
Seguramente no sentiría nada—. Concluyó.
Había presentido toda la semana algo inevitable, y la hora parecía acercar-
se cada vez más cuando se enteró que habían matado a su mejor amigo en
su propia casa.
Era cosa común por aquellos días en que la guerrilla se comía el pueblo
como perros masticando huesos. Por esos días cuando cada mañana había
una noticia nueva de un muerto nuevo, pero no era tan distinto, a excep-
ción del nombre del masacrado.
Quizá iba rumiando el nombre del amigo muerto mientras caminaba, y por
eso su paso se hacía obligado y tenso como si sus botas de trabajo estuvie-
ran hechas de plomo.
El trabajo quedó inconcluso. Para qué trabajar si seguramente ese sería su
último día. Y las ganas se habían terminado como terminaba la tarde, como
terminaba el día.
Llegó a la casa de su madre, comió por última vez un plato de arroz blanco,
carne y un jugo de mango que su hermana había hecho. No era común que
se fuera tan tarde, ya que el camino era oscuro y había que recorrer una
senda donde las lámparas de las redes eléctricas guraban como fantasmas
más negros que la oscuridad misma. Y los árboles con sus manos largas
hacían parecer aquella ruta una cueva donde uno no podía ver ni sus pro-
pios pies al caminar.
A mí lo que me da miedo es eso…que me salgan dos tipos en el callejón;
sí, por ahí por donde Jairo, y me vayan a disparar; por eso cuando paso
por ahí siempre voy pendiente.
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El terror dormía en casa aun cuando se colocaban trancas de madera a las
puertas, aun cuando se soltaba el perro y se ponían vasos de electroplata en
las orillas de las ventanas y las puertas. El terror era como el polvo, se me-
tía por todas partes, y uno amanecía empapado en él aunque se sellaran con
trapos las rendijas; aun a pesar de los toldillos, aun a pesar de las sábanas.
Enrique sentado aquella última noche, recordó los días de colegio, las ca-
rreras para alcanzar las ciruelas a la salida. El sudor de los días y los zapa-
tos prestados de su hermano; recordó los días en que Mamá lo correteaba
con varitas de guayabo por alguna travesura, una foto familiar, y la cara
de su hermano mayor muerto hace ya varios años a causa de una descarga
eléctrica en alguna torre de Mamonal.
Empezó a imaginar que era un ángel parado en un poste de luz cuidando a
su madre mientras veía las luces de la estación y las opacas bombillas roji-
zas que dibujaban un pesebre; y la dignidad de la torre de la iglesia que se
sumergía en el agujero que era ahora el pueblo. Imaginó que sería un ángel
como lo era ahora su hermano mayor y que volaba por las plantaciones de
yuca y los maizales verdes de abril. Imaginaba, pensaba, distraía las horas
mientras apretaba sus manos miedosas en los bolsillos.
La camioneta del jefe de Jairo se desportillaba por las calles para ir a re-
cogerlo.
—Nadie vio nada— Dijo una señora.
—Fueron nueve, nueve, nueve balazos.
—Que eran dos, que se fueron por las trochas.
—Que nadie los vio, que nadie los vio.
Que estaba oscuro, o que todo fue tan rápido, o que todos estaban ciegos, o
que la guerrilla, los paramilitares y el ejército habían dejado a todos ciegos
y solos en una fosa común donde los muertos sembraban tabaco e iban a
la iglesia con la misma devoción con que asistían a las casetas nocturnas.
Que Enrique ahora volaba a ras del suelo como una tórtola asustada. Que
contó:
Uno, por mi hermanita menor
Dos, por mi padre
Tres, por mi mujer
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Cuatro, por mis hermanos todos
Cinco, por mi madre
Seis, por mi madre
Siete, por mi madre
Ocho, por mi madre
Nueve, por mí, y el último respiro de este ángel en el que me convierto y
que empieza a desaparecer.