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el culto a la PalabRa y la RePResentación del lenguaJe del baR en baCHata deL ángeL Caído:
naRRatiVa maestRa de la RePública dominicana en el PostRuJillato
El cancionero cubano
entre lo letrado y lo popular:
The Cuban Songbook
Between the Literate and the Popular:
“La cleptómana” de
Acosta y Luna frente a
“La cocainómana” de
Matamoros
“La cleptómana” by Acosta
and Luna Compared to
“La cocainómana”
by Matamoros
Jorge Febles*
University of North Florida, Estados Unidos
DOI: http://dx.doi.org/cl.23.2016.4
Recibido: 23 de junio de 2015 * Aprobado: 29 de septiembre de 2015
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* Doctor en Literatura Hispanoamericana, Universidad de Iowa, Estados Unidos. Docente en el Department of
Languages, Literatures and Cultures, University of North Florida. Correo electrónico: j.febles.58143@unf.edu
Cómo citar este artículo: Caballero, A. & Díaz, E. (2016). El culto a la palabra y la
representación del lenguaje del bar en Bachata del ángel caído: narrativa maestra de
la República Dominicana en el Postrujillato. Cuadernos de Literatura, (23), 39-58.
DOI: http://dx.doi.org/cl.23.2016.3
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“la clePtómanade acosta y luna fRente a “la cocainómanade matamoRos
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Según dice mi papá
allá por el año uno
se cantaba el son montuno
y nadie sabía leer.
Reynaldo Hierrezuelo, “No hace falta papel”
Durante las primeras décadas del siglo XX, se popularizaron en Cuba dos varian-
tes musicales que, de algún modo, habrán de caracterizar la música cubana hasta
el presente. Me reero, por supuesto, a la canción amorosa de corte romántico-
modernista que daría pie al bolero, y el son que se apoderó de La Habana en
los años veinte, esparciéndose desde allí por toda la isla e inclusive rebasando
sus fronteras. Conforme hacen constar Tony Évora (1997), Cristóbal Díaz Ayala
(1981, 2012), Ned Sublette (2004), Robin Moore (1997) y otros, la primera va-
riante se propagó en las voces de cantantes, mayormente de extracción popular,
que recorrían el territorio nacional cual juglares del medioevo hasta anclarse en
la capital. Évora (1997) aclara al respecto que así surgió “la canción trovadores-
ca identicada por el individuo que deambula cantando versos de su inspiración
o de otros, acompañado de su guitarra y que orgullosamente se autodenominó
trovador” (p.256). Entre estos “bohemios trashumantes” (Música cubana, p.93)
–la descripción pertenece a Díaz Ayala, 1981)–, encarnados metonímicamente
por la protogura de Sindo Garay, guraron Manuel Corona, autor de la impar
“Longina”, Alberto Villalón, Rosendo Ruiz, Manuel Luna y Oscar Hernández
para mencionar unos pocos.
El auge aparentemente sempiterno del bolero garantizó de alguna forma la larga
vida de la moda sentimental trovadoresca, sustentada explícitamente por este
toda vez que los textos vinculados a ambas formas devenían parte indeleble del
cancionero nacional. Ya en las primeras décadas del siglo XX compositores con
escuela o sin ella como Gonzalo Roig (cuya “Quiéreme mucho” data de 1911),
Jorge Anckermann, Ernestina Lecuona, Graciano Gómez (valiéndose de los ver-
sos de Gustavo Sánchez Galarraga), Salvador Adams, Rafael Gómez Mayea,
Oscar Hernández (quien musicalizó “Ella y yo”, canción basada en versos del
poeta Urrico Ablanedo y reconocida por la declaración inicial “En el sendero de
mi vida triste hallé una or…”), Eusebio Delfín, Nilo Menéndez (quien dio a luz
“Aquellos ojos verdes”, siendo la letra de Adolfo Utrera) y hasta Ernesto Lecuo-
na (Évora, 1997, pp.265-66) trabajaron con arte el bolero, explorando la nura
amorosa latente en el tono y el léxico romántico-modernistas. No obstante, cabe
aseverar con cierta ironía que, en la misma época, esas idílicas o quejumbrosas
Abstract
This study claims that “La cocainómana”,
a son composed by Miguel Matamoros
for his trio in the early 1930s, is inspired
at least partly on “La cleptómana”, a ro-
mantic song by Manuel Luna, which in
turn, imitates Agustin Acosta’s epono-
mous sonnet included in his book of
poems Ala (1915). “La cleptómana”, a
key song of the new and old Cuban bal-
lads, reflect the misogynous romantic-
modernist conventional pruritus based
on the thief of hearts. I argue that this
element of the Cuban songbook is the
result of the elegant considerations of
intellectuals despite the popular origin
of many of the players and songwrit-
ers. To reach this conclusion, this paper
draws on the ideas of music lover such
as Frances Aparicio, Alejo Carpentier,
Ned Sublette, Tony Evora, Cristobal Diaz
Ayala, Robin Moore, as well as the theo-
ries developed by Bajtin, Frances Apari-
cio, Raphael Dalleo y Angel Rama.
Keywords
Poem-song, Ballad, Son, Popular ar-
chive, Performance.
Resumen
En este estudio se propone en esencia
que “La cocainómana”, son guapachoso
compuesto por Miguel Matamoros para
su conocido Trío a principios de 1930,
se inspira cuando menos parcialmente
en “La cleptómana”, canción romántica
de Manuel Luna, la cual respeta íntegra-
mente el soneto del mismo título dado a
conocer por Agustín Acosta en su poe-
mario Ala (1915). “La cleptómana”, pieza
clave de la vieja y la nueva trova cuba-
nas, refleja el convencional prurito mi-
sógino de índole romántico-modernista
fundamentado en la ladrona de corazo-
nes. Se arguye que ese componente del
cancionero cubano responde más bien,
al menos en un comienzo, a las elegan-
tes consideraciones de la clase letrada,
no obstante el origen popular de muchos
de sus intérpretes y hasta compositores.
Para llegar a esa conclusión, el ensayo
se apoya en las ideas de musicólogos
como Frances Aparicio, Alejo Carpen-
tier, Ned Sublette, Tony Évora, Cristóbal
Díaz Ayala, Robin Moore y demás, así
como en nociones expuestas por Bajtín,
Frances Aparicio, Raphael Dalleo y Án-
gel Rama.
Palabras clave
Poema-canción, Bolero, Son, Archivo
popular, Performance.
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tonadas concebidas y musicalizadas con esmero cuasiclásico o hasta elitista se
agarran la mano en prueba de pulso con el son juguetón, libidinoso, intrínseca-
mente popular y variopinto (por el vario, y por el pinto) que le hace una suerte de
contrapunto carnavalesco.
Pese a la variedad étnica y la extracción social de muchos de sus intérpretes, la
moda sentimental se hace agradable a la burguesía criolla y hasta a las clases
privilegiadas. Estas perciben retratadas a sus mujeres entre tantas cinturas de
avispa, ojos azules, pies pequeños, bocas de guinda, tersas teces morenas, todas
descritas con delicada galantería hasta cuando el sujeto de la letra era una mar-
quesa Eulalia isleña o cualquier pérda Salomé sometida a la misoginia retórica
que, con frecuencia, se advierte en el trasfondo de la canción trovadoresca o del
bolero. El “son retozón”, por el contrario, sufrió diverso destino en sus comien-
zos por suponerse producto bárbaro de las clases bajas, es decir, de los afrocu-
banos. Robin Moore (1997) ha señalado que, en la década de 1910 a 1920, la
popularidad de los sones entre la gente humilde alarmó a los devotos de lo que él
denomina música europea. Observa:
Conservatory-trained composers and critics characterized the
period that gave rise to commercial son as one of “degeneracy” in
which middle-class traditions were increasingly “tainted” by those
of the street. As late as 1928, figures such as Eduardo Sanchez
de Fuentes denounced urban son as a genre of African rather
than Cuban origin, one representing “un salto atras” … for the
Cuban nation. He and others called for the suppression of musi-
cal activity by black street bands, claiming that their efforts were
contributing to an overall decline in the quality of Cuban culture.
(pp. 95-96)
Pero el son pudo más: se impuso a los pruritos de la gente bien y hasta de la
oligarquía imperante. En efecto, Moore alude detalladamente a las encerronas
organizadas durante los gobiernos de José Miguel Gómez, Gerardo Machado y
otros, orgías de índole exclusiva amenizadas por conjuntos de son (p.100). Évora
(1997), a su vez, sostiene que
en 1923 varios jóvenes de la alta burguesía criolla acordaron
introducir al Sexteto Habanero en salones donde solo tocaban
músicos muy bien vestidos … ; a partir de entonces se entronizó
la costumbre de tocar de cuello, corbata y chaleco.… Pasada
esta prueba de fuego los prejuicios contra el son comenzaron
a desaparecer y la prensa y después la radio lo acogieron con
admiración. (p. 279)
Lo cierto es que durante la década de 1920 a 1930, el son toma por asalto La
Habana primero y la isla toda después en virtud de su difusión radial.
Tras contextualizar su índole yuxtapositiva, me remito al asunto que pretendo
dilucidar. Este estriba en cotejar dos textos lírico-musicales que, a mi parecer,
reejan de manera pintoresca, pero no de suyo menos elocuente, el pulseo tanto
sonoro como retórico entre la canción romántico-modernista y el son que re-
petidas veces la humilla o descompone con libertino virtuosismo carnavalesco.
Pretendo enfrentar dos actitudes evidentes en sendas composiciones. Una pone
de maniesto lo que Bajtín (1984) dene como el aspecto negativo de la percep-
ción romántica: su idealismo, su falsa apreciación del papel y las limitaciones de
la subjetividad de la conciencia (p.125). Apoyándose en el lenguaje de la plaza
pública, la otra contradice el modelo por medio del realismo grotesco (Bajtín,
1984, p.161), yuxtaponiendo a la seriedad idealista la risa provocada por imá-
genes tanto orales como meramente sonoras, las cuales apuntan a la muerte de
lo caduco y al nacimiento de lo novedoso (Bajtín, 1984, p.149). Con ese objeto,
me detendré especícamente en dos conocidas canciones: “La cleptómana” de
Manuel Luna, que lleva letra de Agustín Acosta, y “La cocainómana” de Miguel
Matamoros, dada a conocer en 1934 por el memorable Trío.
En la canción trovadoresca de corte romántico-modernista, la letra, sin duda,
adquiere tanta importancia como la música. “La cleptómana” es ejemplo feha-
ciente de ello, pues se basa en un soneto por alejandrinos incluido por el poeta
matancero Agustín Acosta en Ala, colección que vio la luz en 1915 y se reprodu-
jo luego en la edición de sus Sus mejores poesías editada, colección por la que
se cita. Helo aquí:
Era una cleptómana de bellas fruslerías.
Robaba por un goce de estética emoción…
Linda facinerosa de cuyas fechorías
jamás supo el severo juzgado de instrucción…
La sorprendí una tarde en un comercio antiguo,
hurtando un caprichoso frasquito de cristal
que tuvo esencias raras… En su mirar ambiguo
relampagueó un oculto destello de ideal…
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Se hizo mi camarada para cosas secretas
–cosas que solo saben mujeres y poetas…;
pero llegó a tal punto su indómita ación,
que perturbó la calma de mis serenos días…
Era una cleptómana de bellas fruslerías
¡y sin embargo quiso robarme el corazón!… (p.17)
Como se observa, es un poema de corte perfecto, renado y hasta aristocrático
que reeja el inicial estilo rubendariano de un escritor a quien ciertos críticos
consideran el último gran modernista. Los serventesios con rima consonante
ABAB/CDCD conducen a un nal ilativo realizado en tercetos encadenados con
la rima EED/FFD (o si se preere AAD, pues reiteran en forma circular la rima
de los versos uno y tres). La acentuación es fundamentalmente regular, con des-
plazamientos que no entorpecen la melódica armonía tan cotizada por aquellos
modernistas apegados al dictum expuesto por Verlaine (1948) en su “Art poéti-
que: De la musique avant toute chose” (p.180). Solo el séptimo verso, al detener-
se de manera algo brusca y excesivamente pausada el hemistiquio mediante los
puntos suspensivos que marcan la cesura, quiebra algo la simetría, pero con la
intención de hacer hincapié en las “esencias raras” (p.17) del frasquito, las cuales
intoxican al hablante poético, haciéndolo sucumbir a los embrujos de la cleptó-
mana. El léxico y la imaginería manejados por Acosta uctúan entre lo renado
(“cleptómana, bellas fruslerías, estética emoción, comercio antiguo, caprichoso
frasquito de cristal, esencias raras, mirar ambiguo, oculto destello de ideal, in-
dómita ación, serenos días”) y lo cotidiano (“linda facinerosa, severo juzgado
de instrucción” –frase pedestre debida tal vez a la profesión del poeta, quien era
abogado–, “cosas secretas, llegó a tal punto, quiso robarme el corazón”). Se arma
así un texto a la par articioso y sencillo, accesible a cualquier lector u oyente.
Por otra parte, el arquetípico motivo romántico-modernista de la mujer que he-
chiza al hombre con sus gracias se patentiza en este soneto de manera ingenua,
pues a pesar de que el hurto del corazón de la voz poética se considera implíci-
tamente una fea fruslería, no se aclara la evolución del amorío. Solo se insinúa
con el pudor característico de la moda en cuestión que entre ellos hubo “cosas se-
cretas” sabidas exclusivamente por “mujeres y poetas”. Prima conceptualmente,
entonces, la gracia poética, inofensiva y galante, mientras que su relativamente
compleja forma de soneto por alejandrinos ya se había lexicalizado para la época
gracias a la fama de Darío, Nervo, Valencia y Santos Chocano, entre otros pre-
ciosistas apreciados por el gran público. De ahí que el texto se prestara a la mu-
sicalización igual que ocurrió con tales poemas del Fraile de los Suspiros como
Gratia plena”, interpretado por el tenor mexicano José Mojica, o “El día que
me quieras”, adaptado libremente por Alfredo Lepera para que lo cantara Carlos
Gardel en el lme de idéntico título. Por supuesto, existen múltiples versiones de
textos rubendarianos que también se convirtieron en composiciones musicales
o que fueron citados o calcados en tangos, como ocurre en el caso de “La novia
ausente” de Enrique Cadícamo. Allí se hace referencia a “los versos de Rubén” y
se exige la recitación íntegra de la primera estrofa de la “Sonatina”.
En lo concerniente a “La cleptómana” fue otro matancero, el trovador Manuel
Luna, quien se responsabilizó de musicalizarlo e interpretarlo primero acaso a
dúo con José Castillo, luego con Pablo Armillán (Orovio, 2004, p.129), y a par-
tir de 1938 con su trío integrado por el conocido Antonio Machín en las claves
y Eduardo Peláez en el tres (Orovio, 2004, p.129; Moore, 1997, p.107). Según
Moore (1997), al cantar esta y otras tonadas, evitaban la percusión afrocubana
y lo que el crítico denomina “African-derived lyrical references” (p.107), pre-
riendo las “multipart vocal harmonies and melodic lls on the tres” (p.107).
Aunque bien poco se ha escrito sobre el músico de Colón, se le sitúa en Santiago
de Cuba en 1922, participando en un “Homenaje a la Canción Cubana”. Habría
que suponer que allí interpretó “La cleptómana”. Se nos dice que “[n]o fue un
gran guitarrista acompañante y sus ejecuciones eran discretas […] [sometiendo]
siempre su armonía a los inujos de las melodías que eran tonales; no obstante,
sus acompañamientos, aunque sencillos, eran correctos” (“Manuel Luna Salga-
do”, 2016). Asimismo, se arma que “en sus canciones se aprecian los períodos
equilibrados”, como se observa en ‘La cleptómana’, su obra mejor lograda (“Ma-
nuel Luna Salgado”, 2016).
Guillermo Rodríguez Rivera (2002) asevera que “[u]na auténtica performance
genera un peculiar modo de hacer, de interpretar una canción, que desde entonces
va esencialmente unida a su performer, sea este su autor o no” (p.1). Ese obvia-
mente no fue el caso en esta oportunidad, pues “La cleptómana” ha pasado al
repertorio de incontables artistas, particularmente aliados con la trova de antes
y de siempre, ocultándose a veces hasta su doble autoría y ofuscándose con el
tiempo sus características originales. Barbarito Diez la cantó como danzón con
la Orquesta de Antonio María Romeu, Abelardo Barroso la guapacheó un tanto
con la Orquesta Sensación y mucho más tarde Pancho Amat la sonicó con su
grupo. Una anécdota basada en una función de hace varios años documenta el
destino ambiguo de “La cleptómana”. En 2002 el neotrovero Frank Delgado la
cantó según los cánones en la Casa de Cultura de Santa Cruz, Bolivia. En el vi-
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deo colgado en YouTube, dicho cantautor presentó primero la composición con
el objeto de aclarar los comienzos de la trova, aunque sin jamás referirse a los
autores de la pieza. En consecuencia, hace algún tiempo alguien que se autode-
signó “Inmoindómita” añadió este comentario a la página: “Esta obra maestra
en el anonimato, mientras el mundo se conforma con lo más ínmo de hoy en
día. ¡Lástima!”. A la defensa de un pariente salió un mes después en la misma
página la voz de Tonyazan1, quien puntualizó: “Esta obra, ‘La cleptómana’, no
es un anonimato [sic], el autor es Manuel Luna García, mi tío abuelo. Entre
otras, compuso también “Secretos pasionales”, la cual interpretó Carlos Puebla,
el autor del clásico ‘Hasta siempre comandante’”. El indefenso Agustín Acosta,
sin cuyos versos “La cleptómana” jamás hubiera existido como canción, queda
entonces relegado a su tumba miamense.
Sálvense estas querellas vinculadas a la autoría: lo importante para nuestros nes
es recalcar tan solo el no carácter romántico-modernista de una pieza clásica
del cancionero criollo producto de la colaboración entre un escritor reconocido,
de hecho el futuro Poeta Nacional de Cuba, y un humilde músico de pueblo que
se ganó la vida cantando y tocando su guitarra con los más dispares conjuntos
musicales. En el empeño creativo, ambos respondieron, eso sí, a una moda tro-
vadoresca afectada por lo que Moore (1997) en cierto sentido infravalora como
modalidad concebida a la luz o a la sombra de la música clásica de índole ligera
y de la canción artística, mientras que las performances de Luna y sus émulos
se ajustaban invariablemente a los parámetros de la “‘acceptable entertainment
music’ as dened by dominant society” (p.91). Lo signicativo es que la traduc-
ción realizada por Luna del elegante soneto de Acosta, al socavar su naturaleza
culta o letrada para emplazarlo en la esfera pública, ja el poema para siempre
en el oído popular y la memoria colectiva. Ello no signica, empero, que “La
cleptómana” en forma de canción deba asumirse como reejo genuino de la vox
populi, mientras que urja repudiar el poema en sí por ser letra muerta encaminada
a la cultura hegemónica. No quiero caer en el dislate identicado por Raphael
Dalleo (2012) cuando explica: “Positioning music as voice of both the public and
an oppositional counterpublic re-create the anticolonial ideas of the literary and
becomes a useful ction for academics seeking to ‘turn history upside-down’”
(p.202). Solo me interesa puntualizar que la diseminación del texto en la isla en
los 1920 y 1930 se debió a su versión musical y que, lógicamente, es con esta que
conversaría en sentido irónico El Trío Matamoros.
Procede a insistir en que esta inclinación a registrar “La cleptómana” exclusiva-
mente como canción dentro del archivo popular ha dado pie a leves adulteracio-
nes de su letra e inusitadas tergiversaciones de su forma externa. En cuanto a lo
primero, por ejemplo, la Vieja Trova Santiaguera (1996) convierte en solo una
“bella fruslería” los reiterados deslices de la protagonista, quien se maniesta
“fascinadora” y no “facinerosa” en su interpretación. “De cuyas fechorías” se
torna en “de cuya fechoría” y las “esencias raras” también pasan al singular, al
mismo tiempo que desaparecen los puntos suspensivos del séptimo verso, ob-
viándose la pausa por medio de la forzada hipotaxis impuesta por la conjunción
“y”. A su vez, Abelardo Barroso, en su versión, hace igualmente “fascinadora”
a la mujer, añade la “y” destructora de la pausa y en un ejercicio de hiperco-
rrección, convierte el “destello” en “destellos”. Hasta el pulcro Barbarito Diez,
maestro de la dicción ejemplar, llama “fascinadora” a la protagonista, reduce a
una sola esencia las “esencias raras” e inserta la susodicha “y” por aquello del
ritmo musical. Finalmente, en la versión de Pancho Amat y su grupo (2009)
el cantante chachachea a la “facinerosa” tornándola en “calculadora”, como la
mujer que da pie a la pieza bailable del mismo nombre compuesta por Rosendo
Rosell e interpretada por la Orquesta Aragón a mediados de 1950. En cuanto a
la forma externa del soneto-canción, cuando se reproduce la letra de “La cleptó-
mana” en los sitios de la red dedicados a la música cubana suele deformársela,
respondiendo, intuyo, al atribuírsele raigambre más popular que letrada. Sin te-
ner en consideración la rima, los versos se recortan arbitrariamente conforme a
las pausas exigidas por las cesuras. De tal suerte, en Cancioneros.com no se la
presenta como soneto por alejandrinos, sino que se la torna en cuartetas heptasi-
lábicas desprovistas de rima, con transiciones estrócas enteramente arbitrarias.
Por otra parte, en el Sitio Web de Compay Segundo se la transcribe cual si cons-
tara de octavillas. Estas culminan en un cuarteto, el cual cumple la función de
epifonema (“La cleptómana”, Sitio Web). Queda así desnaturalizada la forma del
texto musical y por extensión el trabajado poema de Acosta, ya vinculado más al
cancionero cubano que a la lírica nacional y por ende, apto para que se opongan
a su sustrato retórico de índole amorosa otras voces menos sentimentales y más
apegadas a la picaresca del son.
Ese genio de la música popular cubana que fue Miguel Matamoros dio a conocer
más de doscientas canciones a lo largo de una trayectoria que se extendió desde
principios de los años veinte hasta la retirada televisiva del Trío que llevaba
su nombre en 1960. Compositor versátil, aparte de numerosos sones escribió
“habaneras, valses, congas y otros géneros [de composiciones]” (Évora, 1997,
p.285), entre los que no faltó la canción de corte romántico-modernista.
Según
declara Tony Évora (1997), “[s]in perder emotividad la mayoría de los versos de
Matamoros tienden a la estructura poética rígida, predominando la rima y moldes
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reiterativos inalterables” (p.285). Para corroborar lo dicho, el crítico copia los
dodecasílabos de “Lágrimas negras”, que conguran una estructura armónica
en la que dos pies quebrados heptasilábicos anticipan el último verso de lo que
podrían designarse quintetos. Véanse como ejemplos también los serventesios
endecasílabos de “Dulce embeleso” o la na letra de “Mariposita de primavera”,
habanera armada con base en dos cuartetos y dos quintetos decasílabos con rima
consonante ABAB/CDCCD. El ripio del segundo cuarteto, cuando en lugar de
rimar termina el primer verso con “besarla” y el tercero con “robarle” no le restan
mérito ni elegancia a esta tonada producto de la admirable intuición de un mo-
desto chofer particular que aprendió a poetizar de oído para convertirse, siguien-
do el dictamen de Rama (1998), en “uno de esos improvisados poetas” capaces
de producir textos memorables (p.117). Ned Sublette (2004), por su parte, hace
hincapié en que las composiciones de Matamoros casan el son con la trova. Ese
matrimonio, suavizador del agreste sonido afrocubano asociado con los sextetos
y septetos de los 1920 y 1930, le gana al Trío Matamoros aceptación nacional e
internacional. Explica el musicólogo al respecto:
The Trío’s voices were perfectly matched, harmonizing in the tro-
va style before dividing into sonero versus coro for the montuno.
Matamoros’s music is gentle, consonant, and thoroughly Cuban;
his songbook is prized for the quality of his lyrics. Markedly supe-
rior to those of the earlier trovadores, they evoke much with sim-
ple concrete images and provocative metaphors, always populist
but never vulgar. (Sublette, 2004, p.368)
Aunque se pudiera discrepar algo de una aseveración tan abarcadora, la cual
no tiene en cuenta canciones más ambiguas, insinuantes o populacheras como
“Hueso na’má”, “Comentario del solar”, “Te picó la abeja”, “Hojas para baño”,
“El nudismo en Cuba” y otras, no cabe duda que dicho juicio de Sublette dene
la producción en bulto del inolvidable Trío.
Si bien Miguel Matamoros sabía versicar y crear letras de inspirado roman-
ticismo, no es menos cierto que la cumbre de su ingenio radica en el giro car-
navalesco, o sea inversivo, que solía imprimirles a sus canciones una vez que
la exposición sentenciosa, o humorística, o amorosa, devenía juego informal,
es decir montuno, descartándose de golpe la estrechez impuesta al ritmo por lo
declarativo. Ello en concreto hace a Évora (1997) armar que la música del Trío
Matamoros “es siempre inventiva y divertida” (p.280), mientras que Carpentier
(1972), más o menos al respecto, explica pensando tanto en el son como en sus
mayores exponentes: “[su] gran mérito […estriba] en que la libertad ofrecida por
él a la espontánea expresión popular, propició la invención rítmica” (p.250). Ese
desembarazo se advierte sobre todo cuando el texto musical se descompone (se
desbarata), tornándose con frecuencia en autoparodia. Piénsese por ejemplo en
tales sones melodramáticos de Miguel Matamoros como “El Trío y el ciclón”,
en que la voz poética recuerda el devastador huracán que azotó Santo Domingo
en 1930. Los lamentos por la gran mortandad y destrucción culminan con esta
declaración profana:
Esto fue lo más sabroso,
que el Trío en un aeroplano
volviera al suelo cubano
para seguir venturoso. (La china en la rumba)
A la postre “los muertos van a la fosa/y los vivos a bailar el son” (“El Trío y el
ciclón”, La china en la rumba). Recuérdese asimismo “Lágrimas negras”. Allí
la queja amorosa se bambolea, por así decirlo, una vez que se llega al montuno,
para tornarse en ese coro que nadie puede tomar en serio:
Tú me quieres dejar,
yo no quiero sufrir.
Contigo me voy, mi santa,
aunque me cueste morir. (The Legendary
Trío Matamoros)
Esta libertad sugerida por el montuno le permite al cantante de turno improvisar
de modo igualmente chocarrero según el gusto individual. Repárese además en el
alegato antiterrorista conque comienza “¿Quién tiró la bomba?” (The Legendary
Trío Matamoros), canción escrita durante el machadato,
el cual se deshilvana una
vez que transmite su mensaje “la estación pirata del Trío Matamoros”. Luego
todo se vuelve bachata fundada en el estribillo “¿Quién tiró la bomba?/¿Quién
tiró?”. Igualmente política es “Mata que Dios perdona” (Trío Matamoros: Ciro,
Cueto y Miguel), canción de 1934 en la que se satiriza la situación política con-
temporánea, cuando al decir de Cristóbal Díaz Ayala (2012), “había frecuentes
tiroteos entre los miembros del partido ABC, y el Comunista” (¡Oh Cuba hermo-
sa!, p.450). Por último, destáquese el carácter cuasimetafísico (a lo popular, por
supuesto) de “Los sepultureros” en que Matamoros reexiona sobre la muerte,
usando al enterrador como imagen del ser familiarizado con ella. La lección no
naliza en la iglesia, el convento, o el espacio íntimo que permita la penitencia
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“la clePtómanade acosta y luna fRente a “la cocainómanade matamoRos
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y meditación. Se trata de un son y como tal el Trío canta eufóricamente en el
montuno:
Con todo eso yo quiero vivir.
Con todo eso yo quiero gozar.…
La vida es muy linda
y la quiero gozar. (The Legendary Trío Matamoros)
En resumen, me interesan estos dos aspectos de la lira de Matamoros, pues en
ellos fundamentaré mi acercamiento a “La cocainómana” en relación con “La
cleptómana” para poner en evidencia, reitero, la complejidad del son como
vehículo sígnico (Moore, 1997, p.95).
Que la canción de Luna y Acosta andaba aún en el aire allá por 1934 consta por-
que había pasado no solo a formar parte del repertorio trovadoresco sino del de
múltiples cantantes, tríos y conjuntos. Que Miguel Matamoros conocía la tonada
también parece verdad irrebatible, aunque no me consta que gurara en el reper-
torio del Trío. Que cuando escribió “La cocainómana” lo hizo pensando explíci-
tamente en lo que me propongo considerar su contrapartida, pues ya esa es una
incógnita acaso indescifrable aunque sin duda más que verosímil. Permítaseme
no obstante, en suerte de juego crítico pirotécnico que espero no sea del todo
icárico, imaginarme tal coyuntura a efectos de ventilar un careo entre discurso
y contradiscurso, entre público y lo que Dalleo (2012) denomina contrapúblico
popular (p.10), o sea público marginado racial y económicamente, en el esfuerzo
por ocupar la esfera pública, la proverbial plaza de todos que Matamoros poetizó
en piezas como “La mujer de Antonio”, “Los carnavales de Oriente”, “Comenta-
rio en el solar” y tantas otras.
“La cleptómana”, texto poético dirigido a cierta clase letrada, ingresa en el ámbi-
to del pueblo cuando Manuel Luna la torna en canción. Ni él ni intérpretes como
Abelardo Barroso, Barbarito Diez, Compay Segundo y tantos otros le arrebatan,
empero, su seriedad ideológica, su naturaleza romántico-modernista. En efecto,
al entonar el soneto los cantantes más disímiles de cualquier época respetan inva-
riablemente su rigurosa acentuación prosódica y hasta el estricto patrón rítmico
impuesto por cesuras que fragmentan cada alejandrino en hemistiquios de siete
sílabas. Acosta podrá desaparecer como autor ante el lente popular, sobre todo
dado el carácter del actual mundo mediático, pero su letra –su poema– retiene
su cariz elevado, articioso, inclusive si se copia mal como ocurre en los casos
del Sitio Web de Compay Segundo y Cancioneros.com. Algo muy distinto su-
cede con “La cocainómana”, texto encaminado desde un comienzo a ocupar la
plaza pública. Conforme al prurito contestario –oposicional lo denomina Moore
(1997, p.112)– del son, mediatizado según lo esté por el afán de integrarse en
la música aceptable de los años 1920 y 1930, Matamoros poetiza inspirándose
prosaicamente en el motivo romántico-modernista de la ladrona de corazones,
la devoradora de hombres arquetípica. A plena conciencia, arguyo, se apoya en
una prerrogativa ínsita en el sistema musical que practica, el cual dialoga tácita
o descaradamente con normas de comportamiento, actitudes culturales y hasta
tradiciones representativas de los estratos sociales hegemónicos. Moore (1997),
quien propone ideas anes, concluye de manera tajante: “In urban, postcolonial
societies, the reshaping and resignifying of subaltern culture frequently involves
a reaction by oppressed groups to the inuence of aesthetic systems imposed
from ‘above’” (p.87). Según indiqué previamente, en este caso en particular he
de aventurarme aun más allá para sugerir que, conforme al sistema contestario
del son, Miguel Matamoros toma como modelo a desvirtuar el poema-canción de
Agustín Acosta y Manuel Luna.
Antes de profundizar en ello, urge recalcar que no he sido el único en discernir
las tangentes entre ambas composiciones. Yolanda Novo Villaverde y María do
Cebreiro Rábade Villar (2008), en su libro “Te seguirá mi dolor del alma…”: El
bolero cubano en la voz de las mujeres, yuxtaponen precisamente dichas cancio-
nes, acentuando el carácter respondón de “La cocainómana”. Armándose en los
fundamentos petrarquistas que Iris Zavala (2000) descubre en el bolero, sostienen
que el colonialismo cultural trae consigo por necesidad posibilidades paródicas
de reescritura. Concluyen: “No es otro el espíritu que subyace a letras como la
de “La cocainómana” … donde se subvierte radicalmente el tono idealizante que
era normal en las piezas más rectas del cancionero amoroso” (p.68). Proceden
luego a cotejar dicho texto con “La cleptómana”. Incluso relacionan este último
de pasada con la “estela humorística y arrebatada” (p.69) del anterior, pues según
las autoras Acosta produce “un singular retrato de mujer fatal” (p.69), acaso en el
sentido de la leve (levísima a mi criterio) humillación de la belle dame sans merci
apreciada por los modernistas durante su apogeo. Cristóbal Díaz Ayala (2012),
a su vez, especica que la composición de Matamoros se ocupa de un problema
social patente en la Cuba de la época donde “ya la droga era una presencia” (¡Oh
Cuba hermosa!, p.451). Acto seguido, calca incorrectamente a mi parecer, se-
gún haré constatar en breve, el texto del santiaguero para concluir de inmediato:
“Este son tiene ciertas similitudes con una canción capricho de Manuel Luna
con letra del Poeta Nacional de Cuba, Agustín Acosta, ‘La cleptómana’ que en
1930 grabara Antonio Machín con su cuarteto y que es muy popular en Cuba
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como número antológico de La Vieja Trova” (¡Oh Cuba hermosa!, p.452). Luego
especica ciertas tangentes que le llaman la atención, destacando empero que
“las melodías son diferentes, y el desarrollo del argumento distinto” (¡Oh Cuba
hermosa!, p.452). Por último, Díaz Ayala (2012) observa que tal paralelismo “[q]
uizás fue un guiño galante de Miguel, a su colega Luna y al poeta Acosta” (¡Oh
Cuba hermosa!, p.452).
Aunque Díaz Ayala discierne el juego de Miguel Matamoros con el pre-texto pa-
rodiado, no se percata debidamente de un paralelo basado en la propia estructura
poética, algo que sí intuyen Yolanda Novo Villaverde y María do Cebreiro Rá-
bade sin profundizar en el asunto de manera formal o ideológica. Conforme a mi
interpretación de la armazón lírica, Díaz Ayala (2012) se equivoca, por ejemplo,
al fragmentar los versos. Opino que los recorta de manera arbitraria si se piensa
en los metros utilizados en la creación trovadoresca de índole letrada, la cual se
armaba en textos consabidos de Darío, Nervo, Andrés Eloy Blanco, Manuel
Gutiérrez Nájera y demás así como en tales poetas menores como Pedro Mata,
Mariano Albadalejo o Gustavo Sánchez Galarraga. Ella dio pie a la na ten-
dencia imitativa patente en compositores como Sindo Garay y Manuel Corona,
capaces de emplear con ecacia tanto los octosílabos de raigambre popular como
los endecasílabos asimilados a golpe de oído. Se trataba, en n, de una lírica que
se apartaba en cierto sentido de la vox populi ligada al son callejero. Siguiendo
casi la pauta que se le aplica a “La cleptómana” en las fuentes populares citadas
con anterioridad, Díaz Ayala (2012) hace caso omiso de la rima y transcribe la
letra de esta manera:
Era una cocainómana
consuetudinaria
que le entregó su alma
a la voluptuosidad
para vivir gozando
una vida imaginaria
y no sufrir viviendo
una vida de verdad.
La conocí una noche
de lúbricos placeres
en una burda infecta
de un trágico arrabal.
Ella era la elegida
entre todas las mujeres
sensuales y lascivas
del dios del arrabal [sic]. (¡Oh Cuba hermosa!, p.451)
Al examinarse el texto inclusive a la luz de lo que considero su distorsión es-
tróca, dejándose guiar por el ojo y el oído avisores, se descubre que el astuto
Matamoros rebasa el simple apoyo en el guiño inocentón. En efecto, opta por el
curioso calco que sobrepone al ritmo del son la liación trovadoresca de la letra.
De tal modo le rinde pleitesía burlona al pre-texto de acuerdo con esos paradig-
mas carnavalescos propios de la plaza pública.
La armonía de las estrofas iniciales representa el primer aspecto signicativo
que hace reexionar al lector/oyente (o en su momento al espectador de la per-
formance del Trío, pues esta suerte de tonada sin duda exigía una representación
explícita, más facial que corporal, apoyada en las voces). El oído alerta detecta
cierto paralelismo poético con el modelo que estriba tanto en la armazón métrica
de “La cocainómana” como en la evidente uniformidad de la rima. Sostengo por
consiguiente que el comienzo de la canción consta de estrofas de cuatro versos y
no de octavillas blancas como propone Díaz Ayala, por lo cual habría de repre-
sentarse así:
Era una cocainómana consuetudinaria
que le entregó su alma a la voluptuosidad
para vivir gozando una vida imaginaria
y no sufrir viviendo una vida de verdad.
La conocí una noche de lúbricos placeres
en una burda infesta de un trágico arrabal,
ella era la elegida entre todas las mujeres
sensuales y lascivas del dios del bacanal.
De aceptarse esta hipótesis, se desprende que, emulando el esquema de la rima y
el metro utilizados por Acosta, Matamoros optó por iniciar su composición me-
diante dos serventesios alejandrinos con rima consonante ABAB/CDCD. En los
dos primeros versos se advierten ripios (o acaso logros si no poéticos, musicales),
pues hay que leer el primero según el modo en que se lo canta, aislando “Era”
para congurar dos sílabas y así crear un hemistiquio de ocho sílabas previo a
la cesura que culmina con las seis sílabas de “con-sue-tu-di-na-ria”. Mientras
tanto, en el segundo la cesura se advierte después del hexasílabo “que le entregó
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su alma”, completando el alejandrino con el octosílabo “a la voluptuosidad”. De
tal manera forja, casual o intuitivamente, estructuras líricas que se reejan la una
en la otra casi en alarde quiásmico. Los otros versos reejan la convencional dis-
tribución bipartita de siete/siete con la salvedad del séptimo (“ella era la elegida
entre todas las mujeres”), que impone la lectura de un golpe, no respetada por las
voces, para corroborar su naturaleza de alejandrino en virtud de las sinalefas a
veces violentas (“e-llae-ra-lae-le-gi-daen-tre-to-das-las-mu-je-res”).
Así contemplada la armazón estróca, tal pareciera que Matamoros, teniendo
presente “La cleptómana” como canción romántica equilibrada gracias al soneto
en que estriba, se hubiera propuesto remedar en los serventesios la nura poé-
tica de los modernistas –o tal vez solo de Acosta– para hacerle violencia poste-
rior mediante una música algo jacarandosa desde un principio que desvirtúa su
cargazón didáctica. O sea, le impone al texto un sistema interpretativo seguido
por el Trío más afín al son burlesco que al bolero aleccionador. Según ya se ha
apreciado, Manuel Luna respetó en todo momento la estructura lírica de “La
cleptómana”, estableciendo de tal suerte un patrón mimético al que había de res-
ponder cualquier cantante, pese al ritmo musical que se le aplicara al texto. Todo
futuro intérprete de la canción se sentiría impelido a frasear la letra de acuerdo
con los perfectos hemistiquios urdidos originalmente por el cuasifantasmagórico
poeta Acosta, respetando lo mismo las cesuras que la rígida acentuación rítmica.
Por ello en los mencionados sitios de la red, se distribuye el texto de Acosta sin
considerar la rima, reparándose únicamente en la bimembración que, de manera
ingenua, se supone produce cuartetas u octavillas. Matamoros, en cambio, hace
que su Trío descomponga el primer verso, para luego respetar las divisiones es-
tablecidas por el compositor con el objeto de recalcar la rumbosidad de un son
convencional basado en guitarras y maracas. Así, Ciro, Cueto y Miguel cantan
(entiéndase que las rayas marcan pausas): “Era/una cocainómana/consuetu-di-
naria/que le entregó su alma/a la voluptuosidad”, etc. De tal suerte se amenaza
desde un comienzo la seriedad formal, que sufre por supuesto la herida más ar-
tera una vez que el soneto incipiente vaticinado por los serventesios, es decir por
el modelo formal parodiado, se queda sin tercetos pues cede paso a un elegante y
decidor montuno. Este consta de tres estrofas:
No quiero más cocaína,
no me quiero envenenar.
Yo quiero vivir, Celina,
sufriendo la vida real.
No quiero coca,
que me sofoco
a mí la coca, mamá,
me pone loco.
Es gozar un sufrimiento
el sufrimiento es el goce,
cuando más grande es el goce
mayor será el sufrimiento.
Incluso en este segmento conclusivo Matamoros poetiza, formulando versos me-
morables por su sencillez que reiteran los múltiples intérpretes de la canción sin
adulterarlos mayormente. Primero abandona la exigente rima consonante de los
serventesios para elaborar una cuarteta octosilábica con rima llana -í-a en los
impares y rima aguda -á en los pares. Luego crea otra cuarteta por pentasíla-
bos y rima consonante (-oca/-oco/-oca/-oco), interrrumpidos por la interjección
“mamá” del tercer verso que no disuena al cantarse, pues el oído la percibe como
exclamación válida, cual enfático golpe de clave, de bongó o de maracas. En am-
bos casos, los versos cortos repiten en tono menor el esquema de la rima de los
serventesios (abab frente a ABAB), como para denigrarlos en el descenso, acaso
mejor en el vuelo hacia lo popular. El son naliza con una suerte de moraleja
expresada en forma de redondilla, o sea cuatro octosílabos con rima consonante
abba. Es como si el músico/poeta se impusiera (e impusiera por extensión a to-
dos los intérpretes de su texto musical) la ejecución de un gesto degradador del
sustrato lírico emulado en un comienzo. Este prurito contestario se asienta a la
postre en lo que Bajtín (1984) denomina el realismo grotesco de las primeras dé-
cadas del siglo XX (p.46). Matamoros asume a conciencia el arte mayor propio
del letrado (o sea de esos poetas serios musicalizados como Darío, Nervo, Mata,
Sánchez Galarraga y por supuesto Acosta) para agredirlo irónicamente con mo-
destos versos de arte menor, genuinamente populares por no decir populacheros.
El epifonema, lejos de expresarse en los tercetos que debieran completar el sone-
to al que apuntan los serventesios, se enuncia en una redondilla de corte vulgar,
o si se preere anclada en el ritmo natural del idioma cotidiano.
En cuanto respecta a la naturaleza ideológico-metafórica del texto de Matamoros,
recálquese por vez postrera que la complejidad sígnica del son posibilita de algún
modo su aceptación general a nes de los años veinte, efectuándose así una revo-
lución desde abajo (Moore, 1997, p.89). Aunque al ocializarse el son perdiera
su índole oposicional, todavía se vislumbra en composiciones como la que nos
ocupa por motivos que se detectan en la letra respondona e iconoclasta, la cual
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según se ha demostrado lucha a brazo partido con ciertas fórmulas romántico-
modernistas. El mismo título, “La cocainómana” parece hacerse eco de otra voz
esdrújula, “La cleptómana”, representativa de un espacio urbano mucho menos
nocivo. Asimismo, Matamoros, como Acosta, acude a un léxico a veces estiliza-
do, hasta articioso (“consuetudinaria, voluptuosidad, lúbricos placeres, trágico
arrabal, sensuales y lascivas, bacanal”) que humilla en forma carnavalesca luego
al acudir al habla natural (“no quiero más cocaína, no me quiero envenenar, la
vida real, no quiero coca, me sofoco, me pone loco”). Es como si se entablara una
batalla entre lo culto y lo popular dentro del mismo texto poético.
Asimismo Matamoros inventa astutamente cuando le falta el léxico. El encuen-
tro inicial entre la voz lírica y la mujer ocurre en una “burda infesta”, vocablo el
primero inexistente según yo sepa pero que por su semejanza con “burdel” habría
que considerar ecaz empeño neologístico. Algo semejante ocurre con la voz
“bacanal”, usada mayormente como femenina según el Diccionario de la Real
Academia Española, a la que Matamoros le cambia el género por mor de la rima.
Licencias poéticas, diríase, de estarse ante un poeta culto o sea letrado… ¿y por
qué no también al aproximarse a un bardo de extracción popular?
Más avezado aun se me hace el conferirle nombre a la perversa, llamándola Ce-
lina, suerte de apelativo ambiguo por sugerir sendas antitéticas. Una se encami-
naría hacia el cielo, hacia el caelus divino y hasta puro asociado con la heroína
angelical de tantos textos romántico-modernistas. La otra se vincula a selene,
a la peligrosa luna relacionada con esa otra cara de la mujer vapuleada por los
poetas de la misma estirpe, la cortesana o criatura nocturna propiciadora de pla-
ceres. En efecto, es a esta última a la que apunta otra analogía textual que Díaz
Ayala (2012) presume idéntica sin percatarse de la discrepancia que implica entre
ambos textos. En el poema-canción de Acosta y Luna, el hablante aclara, “La
conocí una tarde en un comercio antiguo” mientras que la voz lírica ideada por
Matamoros conesa: “La conocí una noche de lúbricos placeres”. Díaz Ayala
(2012), buscando la tangente, o sea ese guiño frívolo que le atribuye al sonero,
concluye que “ambas [composiciones] continúan con la segunda estrofa igual:
‘la [sic] conocí una noche’” (p.452). Se trata de un yerro signicativo, pues la
virtud del paralelismo radica no tanto en la reiteración de “la conocí una” como
en la chocante discrepancia conceptual. La cleptómana imaginada por Acosta
deambula por comercios antiguos al anodino atardecer, momento del día nada
asociado con la peligrosidad erótica. Según los consabidos cánones romántico-
modernistas, es criatura de otros tiempos o de todos los tiempos como la evasiva
mujer adorada por Manrique en “El rayo de luna” becqueriano o las princesas y
duquesas cantadas por Darío, claro que dotada de esos atributos de belle dame
sans merci con los cuales pretende robarle el corazón al hablante poético, de-
jándolo acaso tan pálido como al caballero del poema de Keats. En cambio, la
Celina de Matamoros es criatura nocturna, proveedora de “lúbricos placeres” en
“una burda infesta de un trágico arrabal”. Triste meretriz de un vil prostíbulo, ha
asumido ese papel por entregarse a la cocaína. Esta circunstancia hace reparar
a Díaz Ayala en una posible intención sociológica. Arguye tras referirse a una
serie de textos en los cuales el compositor aludía a las circunstancias nacionales
a nales de 1920 y principios de 1930: “No eran tan solo los problemas políticos
los que afectaban a Cuba y preocupaban a Matamoros; entre otros, ya la droga
era una presencia: y así graban en 1934 ‘La cocainómana’” (Díaz Ayala, 2012,
p.451). Tal estupefaciente, sugiere la canción, no solo desliga a la consumidora
de la vida real, sino que la corrompe, convirtiéndola al unísono en corruptora por
invitar tanto a la lujuria como a intensicar el disfrute del goce erótico mediante
la entrega a los paraísos articiales ensalzados por incontables modernistas, aquí
convertidos en la entonces pedestre cocaína prostibularia. Dada la ambigüedad
del personaje (Celina, la idealizada mujer romántica, transformada en grotes-
ca prostituta), dicho planteamiento contestatario desde una perspectiva cuasi-
sociológica se yuxtapone en sentido paródico a la descripción de la cleptómana
efectuada por Acosta, mala solo por robar corazones para entretenerse como la
Marquesa Eulalia rubendariana.
Destáquese otro detalle afín entre ambos personajes: la femme fatale pincelada
por el matancero lo encanta por medio de un frasquito “que tuvo esencias raras”.
Celina, por su parte, se vale de un arma mucho más ecaz: la por entonces noví-
sima (o sea moderna o modernista) cocaína, ltro amoroso capaz de hacer perder
el sentido genuinamente. Será sin duda “la preferida entre todas las mujeres/
sensuales y lascivas”, acaso porque la droga incrementa sus encantos. De ahí la
rebelión del hablante poético, a quien el estimulante consumido (“No quiero más
cocaína”, admite), como la extenuante Celina, lo sofocan, guiándolo a rebelarse
contra el espacio infecto, contra la meretriz y contra el tóxico para “sufrir la vida
real” en práctico juego semimasoquista. La entrega romántica de la voz poética
en el caso de “La cleptómana”, entrega de la cual el examante se escapa solo a
medias, aquí se percibe supeditada a la sabiduría popular de un ser pragmático
que se limita a proclamar un implícito y cubanísimo ¡Solavaya!
Ambos textos culminan en moralejas, una implícita, la otra sentenciosa. Los ver-
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sos conclusivos del soneto de Acosta musicalizado por Luna, “Era una cleptó-
mana de bellas fruslerías/y sin embargo quiso robarme el corazón”, apunta al
tópico romántico-modernista de “ojo con la eterna belle dame sans merci”. En
contraste, Miguel Matamoros opta por nalizar el suyo con una redondilla a la
par equívoca y enfática, apoyada formalmente en el quiasmo, en esa cruz funda-
mentada en la oposición del sí y del no:
Es gozar un sufrimiento
el sufrimiento es el goce,
cuando más grande es el goce
mayor será el sufrimiento.
Gozar es sufrir y sufrir es gozar, declara Matamoros en forma de retruécano, ase-
gurando que mientras más se goza, más se sufrirá, por lo cual hay que evitar el
disfrutar demasiado de la vida, sintetizada –es de suponeren el eros desaforado
que emblematiza Celina y en la droga ligada inexorablemente a esta. Sin embar-
go, cabe puntualizar que la música juguetona, socava tal prurito moralizante. Así
debe ser: el son retozón jamás puede (ni debe, sugiero yo) asumir a plenitud el
didactismo lacrimoso o irónico de la canción romántico-modernista. Ha de im-
perar a la postre esa inversión carnavalesca, ese afán respondón que se advierte a
lo largo del texto en su totalidad.
Para nalizar, tanto “La cleptómana” como “La cocainómana” estriban en la ima-
gen de la mujer perversa, propagada sobre todo por cierta lírica decimonónica, la
cual documentó buena parte de la música popular hispanoamericana en general
y de la cubana en particular durante casi todo el siglo XX. En el primer caso,
predomina esa óptica romántico-modernista de estirpe misógina estudiada por
Iris Zavala (2000). Por demás, el poema-canción de Acosta y Luna sustancia que
“the idealizing, preciosista, abstract yet sensual and rened imagery and lexicon
of modernismo informs the discourse of love embodied in the bolero” (Aparicio,
1998, p.126). A su vez, Miguel Matamoros fundamenta su texto en otro motivo
prototípico, el de la ramera que sedujo a Agustín Lara, Manuel Corona y otros
compositores, la cual ocupaba lo que Aparicio denomina una posición marginal
(p.128) dentro del ámbito urbano. Esos contrastes, empero, nada restan al plan-
teamiento imperante en este ensayo, pues mi intención ha sido aproximarme a
“La cleptómana” y “La cocainómana” como textos contrapuestos tanto formal
como ideológicamente. Quiero imaginarme que Miguel Matamoros, muy a con-
ciencia, retó a la canción romántico-modernista mediante un elegante son con-
testario y que en ese atrevido juego si no ganó, pues por lo menos empató dado
el genuino carácter popular de su confección. Partiendo de la plaza pública, le
arrebata la seriedad sentimental al pre-texto invertido no tanto para protestar de
manera seria contra el consumo de la droga en los estratos marginales sino para
divertirse y divertir por medio de un cautivante juego retórico-musical. Consigue
así la victoria del carnaval, del mundo vuelto al revés, sobre la coherencia letrada
del texto-canción romántico-modernista.
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Cómo citar este artículo: Feble, J. (2016). El cancionero cubano entre lo letrado y
lo popular: “La cleptómana” de Acosta y Luna frente a “La cocainómana” de Ma-
tamoros. Cuadernos de Literatura, (23), 59-81. DOI: http://dx.doi.org/cl.23.2016.4